Las
amistades, a diferencia de la familia, son una cosa que tú eliges. Estudias y
analizas a ciertas personas y las introduces en tu mundo, en tu día a día. Son
personas que están ahí porque son necesarias para ti. Porque sin su comprensión, sin sus alegrías, sin sus tristezas y sin sus tonterías, no seriamos nosotros. Somos lo
que son nuestras amistades y les debemos a ellas nuestra forma de ser. La amistad
es incluso algo demasiado serio para hablar de ello en este blog. Comento la
importancia de la amistad porque hace poco tuve la desgracia de presenciar como
dos amigos, sin llegar a los directos ni a los ganchos, fueron rivales, en el peor sentido de la palabra, durante
una noche. Una rivalidad que surgió por una mujer. Este
pasado fin de semana dos amigos conocieron a un par de chicas muy simpáticas.
Una de ellas era un verdadero amor (la simpatía es proporcional a la falta de
belleza) pero mis amigos, en vez de jugar en equipo y dejar que la suerte (en
este caso, la guapa) eligiese, decidieron, sabiamente guiados por su
testosterona, comenzar una lucha sin cuartel donde imperaba la ley del "todo
vale". Nada más salir del Sariketa empezó la contienda. Ambos utilizaron la
siempre fiable técnica de intentar desgastar al rival con alguna mentira por la
espalda, alguna historia ficticia o directamente dudando de su orientación
sexual. Todo muy normal. Fueron unos 10-15 minutos de camino al Be Bop donde
hubo de todo menos sensatez. Al llegar al Be Bop, y como si de un combate de
boxeo se tratase, ambos se sabían ganadores e incluso se reían de las
posibilidades del adversario. Ocurrió entonces que, en un movimiento digno de
un experimentado estratega, uno de ellos se quedó a solas con la chica mientras
los demás entrábamos al bar. Cuando el otro se dio cuenta de la jugada, corrió
rápido a una de las cristaleras para ver qué estaba ocurriendo ahí fuera. Me
enteré después que sus miradas se cruzaron, y que el que estaba con la chica le
dedicó una sonrisa parecida a la de un banquero que acaba de engañar a alguien.
Este, en otra jugada ingeniosa, salió a fuera para decirles que dentro estaban
regalando camisetas y consumiciones. El instinto homicida estaba a flor de piel.
Era un duelo en la cumbre. Pero se arregló cuando, en una lección de amistad
como no he visto en mucho tiempo, uno de ellos se apartó de la lucha, alegando
fatiga y aburrimiento. Todo apuntaba a que el otro le iba corresponder con un
apretón de manos, en señal de respeto mutuo, y diciéndole que él también se
apartaba. Pero no. El otro amigo se fue corriendo a donde la chica y a los
pocos minutos salieron del bar. No nos dijo ni adiós. Nos contó después lo que
le pasó con la chica y que casi se ahorca (después de cometer un homicidio). En
definitiva, todos perdimos algo aquella noche. Uno perdió salud, otro perdió fe
y yo perdí tiempo. Supongo que para que ciertas cosas no vuelvan a pasar,
tienen que pasar al menos una vez.
Posdata: El karma es una
jodida puta.